lunes, 14 de septiembre de 2009

2. El Observatorio Griffith

El Observatorio Griffith se encuentra en lo alto del parque del mismo nombre, viendo hacia el sur desde la loma del Monte Hollywood. Rodeado por enormes árboles, el observatorio sobresale por su imponente arquitectura estilo Art Decó.

Parque Griffith


Observatorio Griffith/Miradores

Las vistas de la ciudad desde este punto son espectaculares, sobre todo si uno llega al atardecer, en ese momento en el cual la luz solar cambia de ángulo llenando de tonos rosas y malvas el horizonte. En un día claro y despejado puede verse hacia el sur, Hollywood, al sureste, el downtown L.A. y hacia el suroeste, al horizonte, el Océano Pacífico. Conforme la luz desaparece con la puesta de sol, se encienden las brillantes luces de la ciudad mientras que una oscuridad profunda envuelve al parque.





El parque fue una donación de Griffith Jenkins Griffith a la Ciudad de Los Angeles en 1896. La tierra donde se localiza el parque y el Observatorio fue originalmente un asentamiento español llamado Rancho Los Feliz (de hecho, los suburbios cercanos al parque conservan el nombre Los Feliz). La tierra permaneció en manos de la familia por más de cien años, hasta que Griffith la compró en 1882.

Griffith nació en Gales, pero muy joven llegó a los Estados Unidos. Hizo su fortuna en las minas de plata de México y como inversionista en bienes raíces en el sur de California. Después de comprar el Rancho se mudó a Los Angeles donde pasaría el resto de su vida. Durante un viaje por Europa, quedó convencido de la importancia de los parques públicos para la vida de las grandes ciudades y decidió que su querida L.A. necesitaría uno si habría de convertirse en una gran ciudad. Decidió entonces donar a la ciudad 1,200 hectáreas (equivalente a casi dos mil campos de futbol), del Rancho Los Feliz, en diciembre de 1896.

Griffith J Griffith. Foto: Griffith Observatory

En 1904 quedó muy impresionado después de visitar el vecino observatorio de Monte Wilson donde pudo hacer observaciones del cielo nocturno a través de su telecopio. Llegó a la firme convicción de que un individuo podía ganar una perspectiva diferente del mundo al mirar hacia el firmamento. Decidió que era muy importante hacer accesible la ciencia al público en general y fue entonces cuando decidió construir un Observatorio público con un telescopio astronómico por el cual los habitantes de la ciudad pudieran ver las estrellas. Donó 100,000 dólares a la ciudad para realizar el proyecto que además incluía un gran vestíbulo con exhibiciones sobre la física y la astronomía y un teatro donde se presentarían películas educativas (en ese entonces no existía el concepto –ni la tecnología— para hacer un planetario).

El Ayuntamiento aceptó la donación pero lamentablemente, los políticos se cuecen en todas partes y los debates entre lo que debería o no hacerse se extendieron de tal forma que Griffith, ya enfermo, supo que no vería en vida su proyecto. Por ello, en su testamento Griffith se aseguró no sólo de dejar los fondos necesarios para construir el Observatorio, sino también de estipular claramente cuál era su voluntad. Además dejó claro que la admisión debería ser gratuita. Griffith murió en 1919. La construcción del observatorio no comenzaría sino hasta 1933 y sería abierto al público hasta mayo de 1935.

El sábado por la tarde, el Observatorio estaba lleno de vida. Griffith se hubiera sentido orgulloso. Había personas sentadas en los jardines disfrutando del excelente clima. Decenas de personas distribuidas en las terrazas tomando fotos de la increíble vista de la ciudad, y comenzaba a formarse una fila humana para poder entrar a observar el cielo nocturno a través del gran telescopio. Familias, estudiantes, adultos mayores, niños en brazos, todos esperando su momento para poder mirar a través de la lente del telescopio, tal y como Griffith lo soñó.

Las salas de exposición son muy interesantes y llama la atención un enorme péndulo de Foucault diseñado para mostrar la rotación de la Tierra. Otra atracción que no debe uno perderse es una visita al planetario Samuel Oschin. La presentación llamada “Centered in the Universe” nos llevó en un viaje que inicia en Alejandría, Egipto para luego viajar en el tiempo hasta llegar al Observatorio del monte Wilson donde Edwin Hubble descubrió que el Universo está en expansión. Finalmente, en un vuelo simulado pasamos a través de un grupo de galaxias hasta la Vía Láctea, luego el Sistema Solar, la superficie de Marte, para regresar a la tierra y “aterrizar” frente al Observatorio Griffith.

A la salida del Observatorio se encuentra un memorial en forma de un busto de bronce en recuerdo de James Dean. Dean, quien murió a los 24 años, filmó una famosa secuencia de la película Rebeldes sin causa en las escaleras del Observatorio. En el parque también se encuentra ubicado el famoso rótulo sobre la meca del cine: Hollywood, que visto de cerca no es tan grande a como se ve en las películas y que para mi sorpresa no se ilumina al anochecer.


Para terminar el día recorrimos Hollywood Boulevard con el fin de absorber un poco del bullicio nocturno de la ciudad y decidimos cenar en un lugar, que según la guía de viajes, era un clásico local: Pig’n’Whistle (Hollywood Blvd. 6714). Recomendaban sus famosos platos con carne de cerdo, pero para nuestra decepción en la carta sólo había dos platillos que tenían el ingrediente: unas costillas de cerdo y un sándwich. Estuvo bien, a secas; el lugar es agradable.

domingo, 13 de septiembre de 2009

1. De Mulholland Drive a Amoeba Music

El pretexto fue un concierto de Ladytron en el Henry Fonda Theater de Los Angeles, California. Tomamos el avión un sábado muy temprano por la mañana con el fin de llegar justo a tiempo para comer en compañía de los angelenos.

Nos recibió una ciudad soleada y con el cielo azul intenso sin nubes. Subimos al autobús que transporta a los pasajeros de la terminal aérea a la zona donde se ubican las agencias de renta de autos. No pude dejar de reparar en un gran cartel pegado en la pared del autobús que decía: “Viva la experiencia completa. Por 5 USD extra diarios cambie su auto por un descapotable”. El póster venía acompañado de una gran foto de un auto descapotable rojo muy bonito. El mercadólogo que ideó el anuncio claramente anotó un hit con nosotros pues, al final, salimos de la agencia de autos…en un descapotable.



Al salir del aeropuerto acabamos en una gran carretera llamada San Diego Freeway o Interestatal 405. Si algo distingue las ciudades de nuestros vecinos del norte son sus grandes avenidas y carreteras. Son verdaderamente impresionantes y los angelenos no se sienten intimidados para manejar a alta velocidad –no parecen haber estrictos límites de velocidad como en otras ciudades americanas—, rebasan sin distinción por la derecha o por la izquierda cuando consideran que alguien va más lento de lo que debería (como un par de turistas que van viendo el mapa tratando de saber dónde se encuentran en una maraña de grandes avenidas y puentes). Para estar acostumbrados a manejar en la jungla de cemento que es la ciudad de México, definitivamente L.A. –como le dicen los locales— es más intimidante y agresiva. El tráfico estaba en su punto, y el sol comenzó a “achicharrar” nuestras cabezas descapotables.

El anuncio de la siguiente salida nos dio una buena opción para abandonar el abarrotado Freeway. Era la salida para Mulholland Drive. La noche anterior, como parte de los preparativos de viaje, habíamos visto en video la película de Lynch Mulholland Drive. La famosa carretera recibió su nombre en honor de William Mulholland, el arquitecto que construyó en 1913 el acueducto de la ciudad considerado como el más largo del mundo, y que aún continúa abasteciendo de agua a tres cuartas partes de la metrópoli—. Como no teníamos ningún plan de antemano, simplemente tomamos la desviación.

Mulholland Drive fue un verdadero respiro, tanto para el asfixiante tráfico de la ciudad como para el abrasante sol. En minutos estábamos en un sinuoso y arbolado camino que recorre 40 kilómetros a través de las Montañas de Santa Mónica, desde el Valle de San Fernando hasta Hollywood. El día era perfecto para tener las mejores vistas de la ciudad. Siguiendo las señales de tránsito llegamos sin problema a Sunset Boulevard, famoso por sus bares, restaurantes y tiendas (en el tramo que va de Hollywood a Beverly Hills). Paramos a comer una clásica y muy local cheeseburger with fries y una gran coca cola con hielo (¿o debería decir hielo con coca cola?) servida en gigantescos vasos, de un tamaño inimaginable en América Latina. Y aún mejor, todo el servicio sin necesidad de hablar inglés, cortesía de nuestros queridos paisanos que trabajan por allá.

Retomamos el camino por Sunset Boulevard en dirección al este, encaminándonos hacia el hotel. En el camino nos encontramos con la tienda independiente de discos más grande del mundo: Amoeba Music, ubicada en el número 6400. La tienda es gigantesca. Venden la mayor colección de discos, nuevos y usados, de todo tipo de música y lo completan con una colección igual de gigantesca de películas. Amoeba Music también programa continuamente bandas alternativas que se presentan en vivo en este espacio independiente.

Preguntarle a algún miembro del personal de la tienda por un disco en particular es sumergirse en una conversación donde un aprenderá sobre las diferentes versiones grabadas del disco, los años, los formatos disponibles y música similar que podría ser de interés para el cliente. La tienda se precia en decir que todo su personal es experto en música, por ser músicos ellos mismos o estar dedicados al negocio de la música, y después de platicar un poco con ellos, no queda la menor duda de que saben de lo que hablan. Y lo mejor, editan una guía voluminosa que llaman Music we like donde los amoebitos –como ellos se llaman a sí mismos— recopilan sus recomendaciones favoritas. La guía es una verdadera joya hecha por conocedores. Amoeba Music es un paraíso que los amantes de la música no pueden perderse por nada del mundo.

Foto: Gary Minnaert

miércoles, 19 de agosto de 2009

COMO SI ESTUVIERA EN CASA: Tamara de Lempicka

Tamara de Lempicka tiene un estilo único. La mejor época de su producción pictórica corresponde con sus pinturas estilo Art Decó. Y qué mejor lugar para ver su obra que el propio Palacio de Bellas Artes, cuyo interior es el epítome de este estilo. Visitamos la exposición el jueves pasado (13 de agosto). Lo que no podría decirles es hasta cuándo estará abierta la exposición al público pues resulta que en la página de CONACULTA en teoría estaría abierta ¡hasta el 2 de agosto!, pero en la página de Bellas Artes dice que la muestra estará abierta al público hasta el 6 de septiembre. Así que no se dejen intimidar por las kafkianas cifras oficiales y déjense caer una de estas lluviosas tardes.

Nosotros llegamos a la exposición por ser amigos del museo San Ildelfonso, el cual como parte de sus actividades para los miembros, organizó una visita especial guiada. La visita comenzó en el vestíbulo donde nuestra guía comenzó hablando, obviamente, de lo que es el estilo Art Decó. El Art Decó surgió en el periodo comprendido entre las dos guerras mundiales: de 1920 a 1940 aproximadamente.


Símbolo del modernismo, el Art Decó evoluciona a partir del Art Nouveau (que por cierto, según nos explicaron, es el estilo de la fachada del Palacio) y se caracteriza por ser una mezcla de estilos con influencia del cubismo y del futurismo, así como del mismo Art Nouveau, en el cual predominan los motivos inspirados en la naturaleza y se emplea hierro y cristal como materiales de construcción.







Palacio de Bellas Artes, México DF.
Foto: maytevidri

En el Art Decó predominan los trazos sólidos que toman forma aerodinámica en clara alusión a objetos de la vida moderna del momento como los aviones, la radio, la iluminación eléctrica y los rascacielos. Así aparecen los bloques cubistas, rectángulos, trapezoides, estructuras facetadas, con forma de zigzag y múltiples formas geométricas. También se utilizan en abundancia las grecas y las líneas rectas. Las pinturas de Lempicka tienen como constante los rascacielos que le dan un toque futurista a sus pinturas. En el Art Decó se utilizan materiales como el aluminio, el acero inoxidable, la laca, y madera, entre otros. Sólo basta mirar el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes para entender claramente el concepto.






Interior del Palacio de Bellas Artes
Foto: César Caballero

Con respecto a de Lempicka, Tamara nació en Polonia. Aunque en el año de su nacimiento, 1895, ese territorio pertenecía a Rusia. Así que hay quien dice que es polaca y quien dice que es rusa. Nos contaron una anécdota de su niñez. En una ocasión sus padres contrataron a un pintor para que hiciera un retrato de su hermana y al ver el cuadro Tamara exclamó: “yo lo puedo hacer mejor”. Y así pintó su primer cuadro, el retrato de su hermana, cuando sólo tenía 15 años. En 1916 se casó en San Petersburgo con Tadeusz Lempicki, pariente lejano de la familia real rusa. Con la revolución, Tamara y su esposo huyeron a Paris donde nació su hija Kizette, y donde Tamara retoma su vocación tomando clases de pintura con André Lhote. De su marido toma el apellido como pseudónimo para sus primeras pinturas.


Algunos de los cuadros que se exhiben en la exposición pertenecen a la colección privada de Jack Nicholson. Nos explicaron que otros coleccionistas famosos de su obra son Madonna y Julia Roberts. Uno de los cuadros más espectaculares es el de Mujer con vestido verde, que pertenece al Museo Nacional de Arte Moderno GEorges Pompidou en Paris, Francia. El cuadro te captura, el verde brillante de su vestido que contrasta con el amarillo rizado del cabello de la modelo, la simetría de los rizos, la textura de la tela. Es una de las joyas de la exposición.

Jeune fille en vert, 1930. Centre Pompidou, Museé National d'Art Moderne, Paris


Una buena parte de la obra de Tamara de Lempicka son sus retratos. Son famosos algunos de los retratos que hizo de su hija Kizette. Otro muy interesante que Tamara nunca terminó fue el de su marido Tadeusz. En 1929 se divorcia de él dejando inconcluso su retrato. Más tarde se casa con el barón Raoul Kuffner y así llega a continente Americano huyendo de la segunda guerra mundial. Primero vive en Los Angeles (donde por cierto conoció a Dolore del Río) y luego se muda a Nueva York. En total la exposición cuenta con más de 80 piezas entre pinturas al óleo, fotos y dibujos. A la salida de la exposición hay un video sobre su vida y la época que le tocó vivir. Vale la pena verlo.

En esas ironías de la vida, Tamara de Lempicka murió en 1980 en Cuernavaca (México), donde vivió los últimos años de su vida. A su muerte, siguiendo sus deseos, sus cenizas fueron arrojadas al cráter del Popocatépetl. Así que parece justo hacerle un homenaje en nuestro país, donde decidió quedarse para siempre.

Una vez terminada la visita, y para cerrar con broche de oro, nada como cruzar el eje Central para dirigirse a la famosa churrería el Moro, abierta 24 horas 365 días al año para tomarse un rico chocolate caliente con churros recién hechos. Justo lo que se antoja en una tarde-noche lluviosa. Y si tienen algo más de hambre, no dejen de comerse las tortas de pastor del negocio contiguo.




jueves, 23 de julio de 2009

FIN DE SEMANA EN LA CIUDAD DE MÉXICO. Domingo, tercera y última parte.

Uno de los lugares preferidos para el desayuno de fin de semana para muchos capitalinos (yo también levanto la mano) es en el restaurante El Cardenal ubicado en el hotel Sheraton de Avenida Juárez, justo enfrente de la Alameda en pleno en pleno corazón de la ciudad. El chocolate espumoso amargo, pan dulce recién hecho servido con nata, platillos típicos mexicanos, hacen que decenas de hambrientos comensales hagan cola por más de una hora para hacerse de una mesa. El truco, llegar temprano. ¿Pero quién se levanta a las 8 de la mañana para desayunar en un domingo? Definitivamente nosotros no. Llegamos a las 10:30 y para esa hora, ya había una lista de 20 cristianos en espera de una mesa. El mejor pronóstico era una espera de al menos 30 minutos, según la señorita que laboriosamente llevaba la famosa lista.

Decididos a no dejarnos intimidar por el número de personas que ya esperaban antes que nosotros, y envalentonados con eso de "al fin que no tenemos prisa", decidimos esperar. Ese domingo, como último día del mes, Avenida Juárez había sido cerrada al tráfico vehicular, y en su lugar, las calles estaban tomadas por los capitalinos que aprovechaban para andar en bicicleta, patines y patineta. Así que nos sentamos en una banca con vista a la calle a hacer lo que se solía hacer en los pueblos mexicanos en la plazuela local: "ver pasar al prójimo". Eso siempre es divertido y culturalmente muy interesante. Sin embargo, después de 40 minutos y con una lista de espera que sólo había avanzado 8 lugares decidimos olvidarnos del chocolatito caliente y buscar un lugar alterno para desayunar. Atravesamos la Alameda Central en dirección norte para dirigirnos hacia la plaza de la Santa Veracruz, una verdadera joya arquitectónica, donde también se ubica el Museo Franz Mayer, que tiene una cafetería muy agradable en el patio central del edificio.


La plaza se encuentra sobre la calle de Hidalgo y para acceder a ella hay que bajar algunos escalones de piedra, que con cada paso nos transportan en el tiempo a una época ya muy distante. (Tristemente, los escalones también nos recuerdan que la diferencia de nivel se debe al hundimiento del terreno en esa zona debido a su ubicación en lo que fue la zona lacustre del viejo Tenochtitlán). En el extremo oriente se ubica el templo de la Santa Veracruz. Este templo fue construido en 1586, demolido y nuevamente reconstruido en 1764 con arquitectura que algunos llaman barroca mexicana y otros churrigueresca. Destaca en su interior el "Cristo de los Siete Velos" que data del siglo XVI y se encuentra en el altar mayor.


Justo en frente, en el extremo poniente de la plaza se encuentra el templo de San Juan de Dios del siglo XVIII. Este templo se distingue por su vestíbulo en forma de portal y una bóveda en forma de concha. Finalmente, contiguo al templo de San Juan de Dios, se ubica un edificio conocido por muchos como el antiguo Hospital de la Mujer. Fue aquí donde en 1582, el primer médico doctorado por la Real Universidad de México, Don Pedro López, fundó un hospital para la atención de los desamparados. En los siguientes cuatro siglos, este edificio siguió funcionando como institución hospitalaria. El edificio actual data del siglo XVIII, y alberga al Museo Franz Mayer, nuestro destino final. Su nombre actual se lo debe a un coleccionista y filántropo alemán nacionalizado mexicano que dedicó una buena parte de su vida, y de su fortuna, en recabar una de las más importante colecciones de artes decorativas de México. Fundado en 1986, el museo cumplió 23 años este 17 de junio. Vale la pena visitar este lugar. Uno puede simplemente sentarse en la cafetería y disfrutar del hermoso claustro, o adentrarse en la colección permanente que es impresionante, o visitar alguna de las exposiciones temporales.


Después de desayunar (nada cercano a lo que habíamos imaginado pero tampoco estuvo mal, con eso de que con hambre todo sabe a gloria), decidimos visitar la exposición temporal de Zandra Rhodes. Rhodes nació en Inglaterra en 1940 y se convirtió en la “La Reina del Punk” en los años 70s. Es considerada un ícono de la moda mundial.


La exposición me pareció fascinante. Es clara la inspiración que la autora obtuvo de sus viajes por el mundo. Basta ver sus cuadernos de apuntes y bocetos, donde capta el colorido, las texturas y formas de cada lugar (y qué manera de dibujar!).






Quizás ahora no parezca tan asombroso, ya que con la globalización que vivimos oir hablar de otras culturas es cosa de todos los días. Pero en los años 70s nada de esto era cotidiano. Viajar, visitar otros países, conocer otras formas de vivir era algo realmente exótico. A partir de sus dibujos, Rhodes retomaba el color y las texturas para hacer el diseño de las telas. Y luego, la parte más interesante para mí en lo particular, cómo cortar las telas para lograr patrones únicos, mangas con diseños originales que surgen de la forma en cómo se unieron los trozos de tela. Un verdadero ejemplo de una extraordinaria creatividad y una capacidad excepcional para ver en la mente un diseño que sólo tomará forma una vez combinados los diversos trazos de acuerdo al corte y forma de la pieza. Si tienen oportunidad, vale la pena visitar esta exposición que estará abierta hasta el 2 de agosto.

Si todavía tienen pila vale la pena darse una vuelta por el Museo Nacional de la Estampa que también está ubicado en la plaza, a un lado del templo de la Santa Veracruz. El museo es pequeño y tiene una exposición permanente y exposiciones temporales. A finales de mayo nos encontramos con una retrospectiva de dos pintores mexicanos: Roberto Turnbull y José Castro Leñero. Particularmente, a mi me gustó el trabajo de José Castro Leñero, egresado de la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM.

martes, 2 de junio de 2009

FIN DE SEMANA EN LA CIUDAD DE MÉXICO. Sábado, segunda parte.

Típico. Sólo basta poder dormir todo lo que uno quiera, para abrir el ojo a las 7:30 de la madrugada. Como animalito amaestrado, el cuerpo despierta a la hora acostumbrada en que suena normalmente el despertador. Por otro lado, si uno lo toma con filosofía, es el pretexto perfecto para aprovechar el día.

Abrimos el gran ventanal y un aire fresco, con olor a lluvia y tierra mojada inundó la habitación. El cielo se veía despejado y azul con grandes pinceladas de nubes blancas, y un gran barullo nos indicó que no éramos los únicos despiertos: cientos de pájaros peleaban entre sí por encontrar el mejor lugar en las sobrepobladas ramas de los árboles a la redonda. Lo frío de la mañana invitaba a salir a caminar y encontrar un buen lugar para desayunar.

La noche anterior, leyendo el Gatopardo del mes de mayo, me encontré una nota sobre un nuevo local llamado Le Pain Quotidien, ubicado en la calle de Amsterdam 309 –muy cerca del hotel—. La nota mencionaba las palabras “desayuno, pan hecho a mano, horneado diariamente, ingredientes orgánicos”. Suficiente para lanzarnos al ruedo sin pensarlo dos veces. El único reto era ubicarnos y saber en qué parte de la calle de Amsterdam estaba localizado el recién descubierto paraíso del pan.

Resulta ser que en la zona existió un hipódromo administrado por el Jockey Club de México, que tenía su sede en la actual Casa del Lago del Bosque de Chapultepec y que funcionó hasta la década de 1920, cuando los terrenos del hipódromo fueron fraccionados. La calle de Amsterdam era la pista original del hipódromo, de ahí su singular trazo en forma elíptica. El reto para ubicarse en esta calle es que, si uno desconoce esta singularidad, puede terminar dando un gran rodeo cuando originalmente se encontraba a media cuadra del número buscado.



Le Pain Quotidien es un verdadero paraíso para los amantes del pan. Está ubicado en un edificio sin mucho chiste. Pero tras cruzar la entrada que tiene un gran ventanal, los pisos de madera clara, las mesitas y la gran mesa comunal lo invitan a uno a sentirse como en la casa de algún conocido. Una gran repisa tiene mermeladas y conservas, y al fondo, el mostrador donde se puede comprar pan y pastelería.

El café y chocolate se sirve a la vieja usanza europea: en bowl. El cuenco chico es del tamaño de una taza grande, como para ricitos de oro, pero el cuenco grande, ese, definitivamente es para el mayor de los osos, es gigantesco. Para el chocolate amargo, te traen un bowl con leche espumada y una pequeña jarrita con chocolate amargo derretido. El mesero sirve el chocolate haciendo figuras artísticas sobre la leche, y te deja el resto de la jarrita para que puedas agregarlo al gusto. Todo es una verdadera delicia. Nosotros probamos el omelette: el mío de setas silvestres, y el de Efraín de jamón con queso gruyere, ambos servidos con ensalada y acompañados con dos rebanadas de pan doradito. Hay también Tartines, sopa del día y ensaladas.

Esta pequeña panadería-restaurante forma parte de una cadena belga, fundada por Alain Coumont, de 47 años y que ahora trae su concepto a México. El primer Le Pain Quotidien abrió en Bruselas en 1990. Ahora hay 88 locales en 11 países, y afortunadamente, no han perdido el toque de hacerle sentir a uno que está en un lugar único.

Lo siguiente que queda, después de semejante desayuno, es caminar al parque México y rentar una bicicleta para bajar algunas calorías. Mejor en Bici es un programa para compartir bicicletas en la Ciudad de México. En el df tienen 6 módulos ubicados en Polanco, la Condesa, el Centro Histórico, la Zona Rosa, la Condesa Chapultepec y Coyoacán; funcionan, en algunos módulos de lunes a domingo y en otros de martes a domingo, de 10 a 18 hrs. Para recibir una bicicleta uno debe registrarse y dejar una identificación oficial y un depósito de 200 pesos (unos 15 dólares), que se devuelven cuando uno entrega el equipo. El proyecto, dice su blog, es 100% mexicano, hecho por jóvenes mexicanos. Es una excelente idea.



Con las bicis pudimos disfrutar de la zona durante un par de horas. Parando en las boutiques y tiendas que nos llamaron la atención (también te prestan un candado para asegurar las bicicletas). Quizás lo único que preocupa es el que al no cobrar, queda eso de que lo que no cuesta no se cuida. Ojala que los usuarios aprecien el proyecto y cuiden las bicicletas y los candados pues claramente, ni uno ni otro se podrían costear con el depósito de 200 pesos. En cualquier otro lugar en el mundo, este maravilloso servicio se tiene que pagar. Aquí, está al alcance de todos.

"Pasaban el invierno en el desorden
de un desván y el revuelo de sus timbres
era siempre el aviso de salida
para un tiempo sin fechas, soleado.
Por entre los maizales, las veredas
estrechas cara al viento. La disputa
por no llegar el último a la fuente".


José Antonio Mesa Toré

Las bicicletas
El amigo imaginario, Madrid: Visor, 1991



domingo, 31 de mayo de 2009

FIN DE SEMANA EN LA CIUDAD DE MÉXICO. Viernes, primera parte.

Este fin de semana nos fuimos “de pinta”. Decidimos ser turistas en nuestra propia ciudad y para ello preparamos la maleta, la subimos al auto y nos dirigimos al Hotel Condesa df, ubicado en lo que algunos llaman el Soho mexicano.

Algunas fuentes dicen que el barrio de la Condesa nació en 1902, cuando se fraccionaron los terrenos que ocupa ahora, en la zona centro de la gran ciudad de México. En los últimos años, la Condesa despertó del abandono y letargo en el que había caído, para llenarse de cafés, boutiques, restaurantes, librerías y galerías de arte, que salpican las amplias avenidas arboladas, rematadas con glorietas y fuentes.

Una gran parte de la superficie total de la colonia se destina a las áreas verdes, de las cuales destacan los dos grandes parques orgullo del barrio: el Parque España y el Parque México. Sin embargo, aunque frondosos y variados árboles llenan de colorido y verdor la zona, los parques y las distintas áreas verdes están bastante descuidados y sufren los estragos de docenas de perros, que sin respeto alguno brincan de una jardinera a otra, estropeando cualquier intento de jardinería en la zona.

El hotel Condesa df se ubica frente al Parque España. Su estructura recuerda la proa de un barco que mira hacia el parque, navegando sobre las calles de Veracruz a estribor y la de Guadalajara a babor; la dirección oficial dice Veracruz 102. Por cierto, df es la abreviatura de distrito federal, pues la ciudad de México no sólo es la capital del país, sino también sede de los poderes de la federación. La ciudad de México es una de las 32 entidades federativas que constituyen a la nación mexicana.

Nuestra habitación localizada en el tercer piso, y denominada III.VI tenía una bonita terraza, rebosante de verde por las copas de los árboles que llegaban hasta ella, y de la cual puede verse el parque. La habitación minimalista, está decorada en tono blanco, pisos de madera, y un ligero toque de verde, con un gran ventanal que ve hacia la terraza. El toque de modernidad: una pantalla plana y un iPod para escuchar música. El iPod del hotel tiene buena música pero sólo una pieza por selección pues se tratan de puras recopilaciones. Así que vale la pena traer el iPod propio para disfrutar del excelente sonido.

El iPod también es útil para cancelar el sonido de fondo del hotel, pues, al estar las habitaciones ubicadas alrededor de un patio central, es imposible, a pesar del esfuerzo de los diseñadores del hotel para cubrir todas las noches los pasillos con unas placas de persianas movibles, evitar que se cuele el sonido de la vibrante vida nocturna del restaurante al aire libre ubicado en el patio de entrada, y del roof-bar, que en el hotel llaman LA TERRAZA, ubicada en el techo del hotel, en el cuarto piso. Para aquellos muy exigentes, se provee a los huéspedes de una cajita con tapones de oídos, por si acaso. Para nosotros, con nuestro iPod fue más que suficiente.


Para esta primera noche de paseo decidimos sentirnos muy “condechi” –como les dicen a los moradores de la zona y que se precian de vivir ese ambiente tan bohemio e intelectual—y decidimos subir al cuarto piso para disfrutar de LA TERRAZA al aire libre donde se ubica un sushi-bar. La fuerte lluvia de la tarde, nos dio un respiro, y nos regaló una fresca noche, ideal para disfrutar de esta terraza con pisos de madera y decoración minimalista.

El sushi de atún con mayonesa picante, no es recomendable para aquellos que sufren cuando el fuego que arrasa la lengua en un dos por tres. Para aquellos que gozamos del masoquismo nacional de enchilarnos cada vez que podemos, una buena manera de apagar el fuego es con una refrescante bebida de la casa preparada con mezcal, hierbabuena, limón y pepino. Deliciosa. Todo lo que probamos estuvo muy bueno, aunque es justo advertir que no es para presupuestos ajustados.


LA TERRAZA del Condesa df fue una excelente forma de comenzar la “pinta” citadina con las luces de la ciudad acompañándonos de fondo. Desde donde estábamos sentados, se podía ver la Torre Mayor, el edificio más alto de la ciudad, ubicado en Paseo de la Reforma. Nada más df que esto.

VIAJAR

Comencé a viajar, casi desde que tengo memoria. Mi padre, ingeniero en aeronáutica, nos llevó a mi madre y a mí a recorrer mundo con él. Supongo, que así fue como nació en mí el espíritu aventurero que me lleva a ponerme la mochila al hombro cada vez que tengo oportunidad.

Recuerdo especialmente dos viajes que fueron significativos para mí. El primero, fue en el verano de 1980 cuando compramos una “combi” –una van que vendía la Volkswagen—de color beige. A ella nos subimos “toda” la familia: mi padre, mi madre, mi abuela (por parte de mi madre), mi abuelo (por parte de mi padre), mi tía Ligia (hermana de mi madre), el Tío Homero, su esposo, y mi prima Regina, que no es hija de estos tíos. Subidos los ocho en la “combi”, recorrimos en ella todo el sureste mexicano.

Partimos una madrugada para pasar por Puebla, tierra de mi padre. De ahí, el Pico de Orizaba –el volcán más alto del país y que los nahuas llamaron Citlaltépetl o cerro de la estrella—nos acompañó hasta llegar al Golfo de México, donde tomamos una humeante taza del famoso café de la Parroquia, en pleno puerto de Veracruz. Recorrimos los Tuxtlas –región exuberante desde donde los brujos de Catemaco entonan sus cánticos rituales— y paramos a tomar agua de coco frente al mar azul turquesa de la ciudad de Campeche –con su grandioso fuerte protegido por docenas de cañones que en otras épocas sufrió los continuos embates de los piratas—. Cruzamos la ciudad de Villahermosa, en Tabasco y visitamos el museo de La Venta donde se encuentran las grandes cabezas talladas en piedra por los olmecas. Recorrimos cada una de las ruinas mayas a lo largo de Quintana Roo y, finalmente, llegamos a nuestro destino: la ciudad blanca de Mérida, capital del estado de Yucatán. Mi abuela, mi tía y mi madre nacieron ahí.

El segundo viaje, que hicimos un año después, no pudo ser más distinto. Partimos sólo nosotros tres –padre, madre e hija—rumbo a la tierra del sol naciente—. ¡Mi primer viaje en un jumbo 747!: un avión de dos pisos tan grande, que pensé nunca podría despegar del suelo. Tras largos segundos y un casi interminable carreteo en la pista, finalmente, logró alzar el vuelo. “Ohio gozaimas” decían las amables sobrecargos de ojos rasgados que a continuación, y tras una leve reverencia, te entregaban una pequeña toallita húmeda, caliente y perfumada para lavarte las manos. Hasta entonces, mi único contacto con el Japón habían sido Takeshi y Koji, los hermanos que hacían ver su suerte a la señorita Cometa –princesa del planeta Beta que por su mal comportamiento es enviada a la tierra como castigo—. Esta serie japonesa llegó a México a finales de 1970, era psicodélica y bizarra, tan lejana y ajena al “Chavo del ocho”, como comparar una muñeca Barbie con las Chicas Superpoderosas. Es difícil imaginarlo ahora, pero en aquél entonces no había Internet, ni correo electrónico; no existía el celular y la televisión por cable apenas comenzaba. No se hablaba de globalización. Lo que viví, comí, olí y conocí cambió mi vida por completo. En aquel entonces, incluso en Tokio se veían mujeres con kimono; Tailandia, era aún un reino en transición y las Islas de Indonesia no habían sido descubiertas por occidente. Tenía yo 12 años de edad. Me prometí que algún día regresaría para absorber más de Oriente y su cultura.

Y cuando pienso en viajar, no necesariamente pienso en lugares lejanos y exóticos. También se viaja cada mañana, cuando decidimos cambiar el rumbo cotidiano y descubrimos nuevos caminos que siempre han estado ahí. Cuando visitamos nuestra propia ciudad como turistas, y nos dejamos perder por esos rincones insospechados que nos permiten descubrir otras facetas del lugar donde nos tocó vivir. Viajar, en este amplio sentido, nos permite descubrir nuevas formas de pensar, de ver el mundo. De entendernos a nosotros mismos como seres humanos, desde una infinita plataforma de posibilidades, tan variada, como cada uno de los habitantes de este planeta. Los momentos vividos, los caminos recorridos, las historias de esos desconocidos con quienes uno comparte breves momentos de la existencia. Aquellos nuevos amigos que dejamos a la distancia, sin saber si los volveremos a ver.