Recuerdo especialmente dos viajes que fueron significativos para mí. El primero, fue en el verano de 1980 cuando compramos una “combi” –una van que vendía la Volkswagen—de color beige. A ella nos subimos “toda” la familia: mi padre, mi madre, mi abuela (por parte de mi madre), mi abuelo (por parte de mi padre), mi tía Ligia (hermana de mi madre), el Tío Homero, su esposo, y mi prima Regina, que no es hija de estos tíos. Subidos los ocho en la “combi”, recorrimos en ella todo el sureste mexicano.
Partimos una madrugada para pasar por Puebla, tierra de mi padre. De ahí, el Pico de Orizaba –el volcán más alto del país y que los nahuas llamaron Citlaltépetl o cerro de la estrella—nos acompañó hasta llegar al Golfo de México, donde tomamos una humeante taza del famoso café de la Parroquia, en pleno puerto de Veracruz. Recorrimos los Tuxtlas –región exuberante desde donde los brujos de Catemaco entonan sus cánticos rituales— y paramos a tomar agua de coco frente al mar azul turquesa de la ciudad de Campeche –con su grandioso fuerte protegido por docenas de cañones que en otras épocas sufrió los continuos embates de los piratas—. Cruzamos la ciudad de Villahermosa, en Tabasco y visitamos el museo de La Venta donde se encuentran las grandes cabezas talladas en piedra por los olmecas. Recorrimos cada una de las ruinas mayas a lo largo de Quintana Roo y, finalmente, llegamos a nuestro destino: la ciudad blanca de Mérida, capital del estado de Yucatán. Mi abuela, mi tía y mi madre nacieron ahí.
El segundo viaje, que hicimos un año después, no pudo ser más distinto. Partimos sólo nosotros tres –padre, madre e hija—rumbo a la tierra del sol naciente—. ¡Mi primer viaje en un jumbo 747!: un avión de dos pisos tan grande, que pensé nunca podría despegar del suelo. Tras largos segundos y un casi interminable carreteo en la pista, finalmente, logró alzar el vuelo. “Ohio gozaimas” decían las amables sobrecargos de ojos rasgados que a continuación, y tras una leve reverencia, te entregaban una pequeña toallita húmeda, caliente y perfumada para lavarte las manos. Hasta entonces, mi único contacto con el Japón habían sido Takeshi y Koji, los hermanos que hacían ver su suerte a la señorita Cometa –princesa del planeta Beta que por su mal comportamiento es enviada a la tierra como castigo—. Esta serie japonesa llegó a México a finales de 1970, era psicodélica y bizarra, tan lejana y ajena al “Chavo del ocho”, como comparar una muñeca Barbie con las Chicas Superpoderosas. Es difícil imaginarlo ahora, pero en aquél entonces no había Internet, ni correo electrónico; no existía el celular y la televisión por cable apenas comenzaba. No se hablaba de globalización. Lo que viví, comí, olí y conocí cambió mi vida por completo. En aquel entonces, incluso en Tokio se veían mujeres con kimono; Tailandia, era aún un reino en transición y las Islas de Indonesia no habían sido descubiertas por occidente. Tenía yo 12 años de edad. Me prometí que algún día regresaría para absorber más de Oriente y su cultura.
Y cuando pienso en viajar, no necesariamente pienso en lugares lejanos y exóticos. También se viaja cada mañana, cuando decidimos cambiar el rumbo cotidiano y descubrimos nuevos caminos que siempre han estado ahí. Cuando visitamos nuestra propia ciudad como turistas, y nos dejamos perder por esos rincones insospechados que nos permiten descubrir otras facetas del lugar donde nos tocó vivir. Viajar, en este amplio sentido, nos permite descubrir nuevas formas de pensar, de ver el mundo. De entendernos a nosotros mismos como seres humanos, desde una infinita plataforma de posibilidades, tan variada, como cada uno de los habitantes de este planeta. Los momentos vividos, los caminos recorridos, las historias de esos desconocidos con quienes uno comparte breves momentos de la existencia. Aquellos nuevos amigos que dejamos a la distancia, sin saber si los volveremos a ver.
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