domingo, 31 de mayo de 2009

FIN DE SEMANA EN LA CIUDAD DE MÉXICO. Viernes, primera parte.

Este fin de semana nos fuimos “de pinta”. Decidimos ser turistas en nuestra propia ciudad y para ello preparamos la maleta, la subimos al auto y nos dirigimos al Hotel Condesa df, ubicado en lo que algunos llaman el Soho mexicano.

Algunas fuentes dicen que el barrio de la Condesa nació en 1902, cuando se fraccionaron los terrenos que ocupa ahora, en la zona centro de la gran ciudad de México. En los últimos años, la Condesa despertó del abandono y letargo en el que había caído, para llenarse de cafés, boutiques, restaurantes, librerías y galerías de arte, que salpican las amplias avenidas arboladas, rematadas con glorietas y fuentes.

Una gran parte de la superficie total de la colonia se destina a las áreas verdes, de las cuales destacan los dos grandes parques orgullo del barrio: el Parque España y el Parque México. Sin embargo, aunque frondosos y variados árboles llenan de colorido y verdor la zona, los parques y las distintas áreas verdes están bastante descuidados y sufren los estragos de docenas de perros, que sin respeto alguno brincan de una jardinera a otra, estropeando cualquier intento de jardinería en la zona.

El hotel Condesa df se ubica frente al Parque España. Su estructura recuerda la proa de un barco que mira hacia el parque, navegando sobre las calles de Veracruz a estribor y la de Guadalajara a babor; la dirección oficial dice Veracruz 102. Por cierto, df es la abreviatura de distrito federal, pues la ciudad de México no sólo es la capital del país, sino también sede de los poderes de la federación. La ciudad de México es una de las 32 entidades federativas que constituyen a la nación mexicana.

Nuestra habitación localizada en el tercer piso, y denominada III.VI tenía una bonita terraza, rebosante de verde por las copas de los árboles que llegaban hasta ella, y de la cual puede verse el parque. La habitación minimalista, está decorada en tono blanco, pisos de madera, y un ligero toque de verde, con un gran ventanal que ve hacia la terraza. El toque de modernidad: una pantalla plana y un iPod para escuchar música. El iPod del hotel tiene buena música pero sólo una pieza por selección pues se tratan de puras recopilaciones. Así que vale la pena traer el iPod propio para disfrutar del excelente sonido.

El iPod también es útil para cancelar el sonido de fondo del hotel, pues, al estar las habitaciones ubicadas alrededor de un patio central, es imposible, a pesar del esfuerzo de los diseñadores del hotel para cubrir todas las noches los pasillos con unas placas de persianas movibles, evitar que se cuele el sonido de la vibrante vida nocturna del restaurante al aire libre ubicado en el patio de entrada, y del roof-bar, que en el hotel llaman LA TERRAZA, ubicada en el techo del hotel, en el cuarto piso. Para aquellos muy exigentes, se provee a los huéspedes de una cajita con tapones de oídos, por si acaso. Para nosotros, con nuestro iPod fue más que suficiente.


Para esta primera noche de paseo decidimos sentirnos muy “condechi” –como les dicen a los moradores de la zona y que se precian de vivir ese ambiente tan bohemio e intelectual—y decidimos subir al cuarto piso para disfrutar de LA TERRAZA al aire libre donde se ubica un sushi-bar. La fuerte lluvia de la tarde, nos dio un respiro, y nos regaló una fresca noche, ideal para disfrutar de esta terraza con pisos de madera y decoración minimalista.

El sushi de atún con mayonesa picante, no es recomendable para aquellos que sufren cuando el fuego que arrasa la lengua en un dos por tres. Para aquellos que gozamos del masoquismo nacional de enchilarnos cada vez que podemos, una buena manera de apagar el fuego es con una refrescante bebida de la casa preparada con mezcal, hierbabuena, limón y pepino. Deliciosa. Todo lo que probamos estuvo muy bueno, aunque es justo advertir que no es para presupuestos ajustados.


LA TERRAZA del Condesa df fue una excelente forma de comenzar la “pinta” citadina con las luces de la ciudad acompañándonos de fondo. Desde donde estábamos sentados, se podía ver la Torre Mayor, el edificio más alto de la ciudad, ubicado en Paseo de la Reforma. Nada más df que esto.

VIAJAR

Comencé a viajar, casi desde que tengo memoria. Mi padre, ingeniero en aeronáutica, nos llevó a mi madre y a mí a recorrer mundo con él. Supongo, que así fue como nació en mí el espíritu aventurero que me lleva a ponerme la mochila al hombro cada vez que tengo oportunidad.

Recuerdo especialmente dos viajes que fueron significativos para mí. El primero, fue en el verano de 1980 cuando compramos una “combi” –una van que vendía la Volkswagen—de color beige. A ella nos subimos “toda” la familia: mi padre, mi madre, mi abuela (por parte de mi madre), mi abuelo (por parte de mi padre), mi tía Ligia (hermana de mi madre), el Tío Homero, su esposo, y mi prima Regina, que no es hija de estos tíos. Subidos los ocho en la “combi”, recorrimos en ella todo el sureste mexicano.

Partimos una madrugada para pasar por Puebla, tierra de mi padre. De ahí, el Pico de Orizaba –el volcán más alto del país y que los nahuas llamaron Citlaltépetl o cerro de la estrella—nos acompañó hasta llegar al Golfo de México, donde tomamos una humeante taza del famoso café de la Parroquia, en pleno puerto de Veracruz. Recorrimos los Tuxtlas –región exuberante desde donde los brujos de Catemaco entonan sus cánticos rituales— y paramos a tomar agua de coco frente al mar azul turquesa de la ciudad de Campeche –con su grandioso fuerte protegido por docenas de cañones que en otras épocas sufrió los continuos embates de los piratas—. Cruzamos la ciudad de Villahermosa, en Tabasco y visitamos el museo de La Venta donde se encuentran las grandes cabezas talladas en piedra por los olmecas. Recorrimos cada una de las ruinas mayas a lo largo de Quintana Roo y, finalmente, llegamos a nuestro destino: la ciudad blanca de Mérida, capital del estado de Yucatán. Mi abuela, mi tía y mi madre nacieron ahí.

El segundo viaje, que hicimos un año después, no pudo ser más distinto. Partimos sólo nosotros tres –padre, madre e hija—rumbo a la tierra del sol naciente—. ¡Mi primer viaje en un jumbo 747!: un avión de dos pisos tan grande, que pensé nunca podría despegar del suelo. Tras largos segundos y un casi interminable carreteo en la pista, finalmente, logró alzar el vuelo. “Ohio gozaimas” decían las amables sobrecargos de ojos rasgados que a continuación, y tras una leve reverencia, te entregaban una pequeña toallita húmeda, caliente y perfumada para lavarte las manos. Hasta entonces, mi único contacto con el Japón habían sido Takeshi y Koji, los hermanos que hacían ver su suerte a la señorita Cometa –princesa del planeta Beta que por su mal comportamiento es enviada a la tierra como castigo—. Esta serie japonesa llegó a México a finales de 1970, era psicodélica y bizarra, tan lejana y ajena al “Chavo del ocho”, como comparar una muñeca Barbie con las Chicas Superpoderosas. Es difícil imaginarlo ahora, pero en aquél entonces no había Internet, ni correo electrónico; no existía el celular y la televisión por cable apenas comenzaba. No se hablaba de globalización. Lo que viví, comí, olí y conocí cambió mi vida por completo. En aquel entonces, incluso en Tokio se veían mujeres con kimono; Tailandia, era aún un reino en transición y las Islas de Indonesia no habían sido descubiertas por occidente. Tenía yo 12 años de edad. Me prometí que algún día regresaría para absorber más de Oriente y su cultura.

Y cuando pienso en viajar, no necesariamente pienso en lugares lejanos y exóticos. También se viaja cada mañana, cuando decidimos cambiar el rumbo cotidiano y descubrimos nuevos caminos que siempre han estado ahí. Cuando visitamos nuestra propia ciudad como turistas, y nos dejamos perder por esos rincones insospechados que nos permiten descubrir otras facetas del lugar donde nos tocó vivir. Viajar, en este amplio sentido, nos permite descubrir nuevas formas de pensar, de ver el mundo. De entendernos a nosotros mismos como seres humanos, desde una infinita plataforma de posibilidades, tan variada, como cada uno de los habitantes de este planeta. Los momentos vividos, los caminos recorridos, las historias de esos desconocidos con quienes uno comparte breves momentos de la existencia. Aquellos nuevos amigos que dejamos a la distancia, sin saber si los volveremos a ver.