viernes, 25 de febrero de 2011

Mi reencuentro con Colombia

Pisé tierra colombiana por primera vez en octubre de 2002. Una escala de un vuelo a Sao Paulo, Brasil me dio 6 horas para conocer un poco Bogotá. Mientras hacía la fila para documentarme en el aeropuerto de la ciudad de México comenté mi interés de visitar la ciudad durante mi escala. Unos colombianos que estaban justo delante de mí inmediatamente dijeron “pero ni lo intentes, es muy inseguro. Mejor quédate dentro del aeropuerto”. Yo no podía creer lo que me decían. Luego supe que llevaban años fuera de su país. Pero casi al mismo tiempo que los colombianos intentaban disuadirme de la aventura, una voz detrás de mi decidió el asunto: “yo te acompaño. A mi también me dan muchas ganas de conocer Bogotá y no tengo intención de quedarme 6 horas sentada en el aeropuerto”. Eran las palabras de Josefina, otra mexicana, de aproximadamente mi misma edad y antropóloga de profesión, que viajaba a Brasil a una reunión de trabajo.




Dos meses antes, un nuevo presidente tomaba las riendas del país. Álvaro Uribe Vélez reemplazaba a Andrés Pastrana dando como prioridad en su gobierno a la seguridad. Por décadas, Colombia ha sufrido la violencia de la intolerancia y la falta de diálogo. Primero, fueron los criollos contra los españoles; luego los centralistas contra los federalistas (en la época de Simón Bolívar); vinieron después los conservadores y los liberales. Estos últimos lograron cierta tregua en 1957, cuando firmaron un pacto para compartir el poder durante los siguientes 16 años, turnando el gobierno cada cuatro años al grupo opositor. El acuerdo, fue posteriormente refrendado en un plebiscito (en el cual, por cierto, las mujeres votaron por primera vez) que se conoció como el Frente Nacional. Sin embargo, dicho acuerdo dejó fuera a cualquier otro grupo opositor, incluidas las clases más pobres y marginadas, léase indígenas y mestizos del campo. La década de 1960 trajo consigo el ansia de justicia social que se reflejó en la aparición de grupos de izquierda que buscaban, sobre todo, una reforma agraria. El miedo a la expansión del comunismo en el continente americano, en plena guerra fría, inquietó al gobierno, que financiado por la CIA bombardeó en 1964 (con napalm, según Lonely Planet) a los enclaves comunistas, lo que dio origen a la aparición de guerrillas como la Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia o FARC, el Ejército de Liberación Nacional y el M19. Para combatirlos surgieron grupos paramilitares, entre ellos, el conocido como Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Lo que siguió fue una guerra sin cuartel que ha dejado miles de muertos y millones de desplazados. La caída del comunismo, y el consiguiente vacío filosófico que dejó, llevó de manera irremediable a las guerrillas hacia las drogas y los secuestros como un medio para obtener recursos para sobrevivir. Resulta una ironía pensar que tanta muerte y desolación han estado, y siguen, ligadas a los EUA que primero, en su afán anticomunista, no dudaron en fomentar el ataque a poblaciones marginadas que clamaban por una justicia social no resuelta, y ahora, cincuenta años después, como principal consumidor de droga en el continente, promueven el tráfico ilegal de cocaína que asola la región. Y mientras insisten en la necesidad de reforzar la guerra contra la droga, uno se pregunta, ¿qué han hecho ellos para reforzar la guerra contra el consumo? ¿Qué han hecho para detener el flujo de armas con las cuáles mueren nuestros connacionales día con día?

En la aproximación para aterrizar, pude mirar a través de la ventanilla del avión una tierra verde intenso rodeada de múltiples montañas. No sólo no tuvimos ningún problema en migración para ingresar al país, sino que tanto Josefina como yo, recibimos una cordial bienvenida y una mirada de admiración por nuestro interés en conocer Colombia. Llamaba la atención la gran cantidad de uniformados militares que recorrían el aeropuerto. Una gran puerta con barras metálicas de piso a techo y torniquetes era la salida a la ciudad. Le preguntamos a uno de los jóvenes militares que custodiaban la entrada dónde podíamos tomar un taxi seguro y dónde podíamos cambiar algo de dinero. El dinero se podía cambiar en casas de cambio afuera del torniquete; aún dentro de las instalaciones de la Terminal aérea. Los taxis seguros, esos podían tomarse justo afuera. Uno de los militares nos acompañó al taxi.

Al subirnos al taxi, lo primero que nos llamó la atención fue una gran imagen de la Virgen de Guadalupe que colgaba del espejo retrovisor. El chofer nos saludó con gran amabilidad y cuando supo que éramos mexicanas no pudo dejar de contarnos lo devoto que era de la “madre de todos los mexicanos”. Le contamos que contábamos con pocas horas para conocer Bogotá y que habíamos decidido visitar el Museo del Oro. Asombrado por nuestro interés para conocer más de su Tierra, Don Israel Peña ofreció llevarnos en el camino, y sin costo extra, a mirar el cerro de Monserrate y el barrio de La Candelaria antes de dejarnos en el Museo. En el camino, gigantes esculturas de Botero, el más famoso pintor colombiano, daban la bienvenida al viajero. Una vez que llegamos al museo, Don Israel bajó corriendo de su auto para pedirle al guardia apostado a la entrada del Museo del Oro que cuidara de nosotras, no sin antes darnos sus datos y teléfono “por cualquier cosa” y recomendándonos probar a nuestra salida el tradicional ponche. Faltaban 20 minutos para el cierre, y uno de los guardias nos escoltó por el museo, mientras otro iba comenzando a cerrar las exposiciones. Sin embargo, siempre amables, insistían que tomáramos nuestro tiempo par ir recorriendo la exposición. El momento más impactante, la entrada a una bóveda con una puerta de más de 10cm de grosor conteniendo los mayores tesoros del museo, en su mayoría, piezas elaboradas por los muiscas, grupo indígena predominante en la zona que forma parte del grupo lingüístico de los chibchas.
Al salir, caminamos en algunas de las calles aledañas. Algo que siempre observo para darme una idea sobre qué tan segura se siente la gente, es la forma en que las mujeres llevan su bolsa. La gente caminaba tranquilamente, con sus bolsos al hombro, sin mayor preocupación. Las calles estaban custodiadas por varios jóvenes militares armados con metralletas. En una pequeña plaza vimos algunas artesanías y pudimos probar el ponche, con sabor a canela, antes de regresar al aeropuerto. Me llevé conmigo la amabilidad y cariño de los bogotanos que tuve oportunidad de conocer en tan sólo unas horas.

Casi 10 años después, Colombia ha cambiado radicalmente. En 2006, Uribe ofreció condenas reducidas a paramilitares y guerrilleros a cambio de su desmovilización. De acuerdo, con wikipedia que cita el balance del Plan 2005 del gobierno de Uribe, durante los primeros cuatro años de su presidencia el secuestro bajó de 2,986 a 800 secuestros por año; los homicidios bajaron en un 40.6 por ciento y el número de atentados terroristas, un 62.5 por ciento; los asaltos a poblaciones pasaron de 32 en 2002 a 5 en 2005. Además, el PIB creció el 5.75 por ciento y la tasa de desempleo pasó de 15.7 a 11.8. Uribe logró reelegirse por un segundo periodo. En 2010 se cumplió su estadía al frente del gobierno para ser sucedido por Juan Manuel Santos, actual presidente. Sin embargo, no todo ha sido miel sobre hojuelas. En 2008, varios congresistas fueron detenidos o interrogados por supuestos vínculos con los paramilitares: escándalo que sigue vivo a la fecha y que se conoce como el escándalo de la parapolítica. También existen acusaciones de los llamados “falsos positivos”, civiles asesinados que luego fueron “disfrazados” de guerrilla. Finalmente, en febrero de 2011, se habla también de “falsas” desmovilizaciones.

En este segundo viaje, llegamos de noche, y Bogotá nos recibió con una fuerte lluvia. El aeropuerto ha cambiado radicalmente. Ya no es tan visible la presencia militar y atrás quedaron los torniquetes y puertas metálicas. Se respira tranquilidad en la gente que espera a sus seres queridos.

El taxi nos llevó por una serie de avenidas sin mucha arquitectura y más bien de corte urbano, las esculturas gigantes de Botero ya no estuvieron para acompañarnos (luego me entero que es porque esa avenida está cerrada debido a una obra vial). Conforme nos alejamos del aeropuerto dejó de llover y frente al hotel en el que nos hospedamos, de plano no ha caído ni una sola gota de agua, aunque el aire era frío y húmedo. “Bienvenidos” nos dice el portero del hotel con una gran sonrisa. Le comento que estoy sorprendida que no llueve en la zona. “Se trata de ‘La niña’” me responde, “dicen que otra vez trajo el mal tiempo del invierno”.

Así que antes de que la lluvia decidiera llegar hasta el norte de la ciudad, donde estamos alojados, decidimos salir pronto a caminar para buscar dónde cenar. La zona en que nos encontramos se conoce popularmente como zona G o Gourmet y se caracteriza por una docena de restaurantes de gran calidad. A dónde ir si no a un restaurante colombiano para festejar la llegada. Nos dirigimos a Casa Vieja, una institución en el tema. Pero a las 9 de la noche, ¡ya están cerrados! Terminamos en La Rosa Náutica, que resultó ser una sucursal de conocido restaurante peruano especializado en comida del mar, destacando por supuesto los famosos ceviches. Ceviche limeñito al ají amarillo, pulpo en salsa de olivo, causitas con langostinos en salsa de ocopa, langostinos en camisa crocante. Todo bien acompañado con la cerveza local, una Club Colombia.

Un verdadero gusto, como dirían los colombianos, y la mejor manera de terminar un largo día de viaje.